domingo, 2 de enero de 2011

CAMBIO DE VIDA EN LO QUE TARDA EN BAJAR UN ASCENSOR

     Podemos pasar toda una vida viviendo en un mismo lugar y no conocer al vecino del ático.
Te cruzas en el ascensor, en el rellano, le cedes el paso en la puerta del portal y nada, tan solo "buenos días", "¿sube o baja?" y así siempre. Y nada parece raro hasta que se cambia un pequeño detalle.
Y eso fue lo que pasó a mi con la vecina del ático. Siempre le veía con su flamante marido y con la hija de ambos. El mayor que ella pero muy conservado, y ella a pesar de no aparentar la edad nunca se arreglaba nada, pero eran un matrimonio más de entre muchos con una hija.
Hasta que un buen día me di cuenta que cedía el paso a ella sola o cuando iba con la niña. Y así cada día. El ni rastro, se había esfumado.
Nunca teníamos conversaciones, pero tardé un poco en darme cuenta que faltaba algún personaje en el escenario. Era como el hueco que deja un libro en la estantería. No desentona mucho al principio pero que si no te lo devuelven empieza a parecerte raro el espacio que deja libre.
Ella había cambiado la sonrisa por las ojeras, y la lentitud por el estrés y las prisas. Subía rápido, no esperaba por nadie, y si oía que abría alguien la puerta aún apretaba más deprisa el botón del ascensor.
Estaba claro que el había salido a comprar tabaco y no regresó.
Es obvio que cuando caemos lo único que nos queda es levantarnos. A veces a pie y otras en ascensor.
Siempre para todo hay dos opciones, una quedarse en el fondo lamentándose y culpando a todos de nuestra desgracia y otra levantarse, sacudirse y seguir. Solo tenemos una vida y a veces aunque nos equivocamos la vivimos de manera errónea, cuando ocurren desastres como el de mi vecina del ático hay que tomarlo como una segunda oportunidad.
Y un buen día de repente mientras esperaba el ascensor, apareció ella por el portal. No podía salir corriendo pero allí estábamos las dos sin casi conversación esperando el ascensor que no llegaba.
Y también de repente como si nos conociéramos de hace mucho tiempo me dijo que ya no vivía con su pareja, que el la había dejado por otra. No se porque pero no me sorprendió. Eran de esos matrimonios que llevan un cartel colgado que dice "no duraremos más que los justo".
Y allí estaba ella, como un alma en pena, con los ojos vidriosos, intentando coger aire para seguir contándome. Cansada de infidelidades, reproches y discusiones a media noche.
Según el, ella ya no era divertida, no se arreglaba, se quedó sin chispa.
Y me puse a pensar que depende del hombre que elijamos para vivir nunca debemos abandonar lo que vio en nosotras al principio. Mi madre decía que "con la cuchara que elijas será con la cuchara que comas".
Si cuando empezamos a salir éramos coquetas, y divertidas, de alguna manera deberíamos seguir manteniéndolo como un antojo de nacimiento.
Aquella tarde debía ocurrir algo con el ascensor porque seguimos conversando y ya habían pasado más de diez minutos cuando decidimos sentarnos en el escalón.
Todo lo que me contaba me hizo darme cuenta de que su hija era el único motor en su vida. "¿Realmente si no tenemos hijos no hay nada que nos saque del pozo en el que caemos?" "¿Es posible llegar a depender tanto de un hombre para los restos?
Pero yo me niego a creer que el amor puede llegar a crear una dependencia por una persona.
Mi vecina la del ático nunca se arreglaba mucho y ahora menos. Descubrí que tenía un extenso paraguas blanco de canas sobre su cabeza, y el pelo sin gracia en el corte. Las manchas que le salieron por el embarazo en la cara no hacía nada por disimularlas, y ni rastro de maquillaje. Allí estaba ella contándome las penas sin hacer nada por remediarlas, tan solo centrada en su hija, fruto del amor y de la unión entre dos personas que en su día se quisieron.
Y el ascensor seguía sin bajar.
Según ella ahora se centraría en trabajar mucho y sacar a su hija adelante. Y volví a preguntarme, "¿y que pasaría con ella?" "¿todo termina para una mujer cuando un hombre la abandona?"
Ellos tienen derecho a rehacer su vida porque son hombres y necesitan que las riendas de su vida las lleve otra, "¿y nosotras, que pasa con nosotras?".
Y lejos de parecer frívola, mis consejos no fueron encaminados a apoyarla en todo lo que me decía.
Si lo que buscaba era consuelo en mi, la fallé irremediablemente. Actué como el espejo de la malvada madrastra.
Cuando formuló la pregunta de "¿espejito quien es la más bella?", fui yo y la salto con que su pelo está lleno de canas.
Y luego lo remata comentándome que su hija pasaría un mes con su padre y que así tendría tiempo de trabajar a tope. Con ese comentario fue cuando puse el grito en el cielo.
Mi respuesta fue todo lo contrario. Tenía que salir, hacer amistades. Descubrir todo lo que se había perdido durante los años que estuvo aguantando a un listo como el que tuvo al lado. Le aconsejé que fuera a la peluquería y se pusiera tinte rápidamente, se cortara el flequillo y se comprara una buena crema antimanchas todo eso para empezar. Yo me lancé a dar consejos estéticos y por un momento pensé que me diría que si estaba loca.
Estuvimos más de veinticinco minutos sentadas en un escalón esperando por el dichoso ascensor que aquella tarde nunca bajó. Acabamos por subir andando, yo hasta el segundo y ella hasta el ático. Y nuestra conversación acabó allí entre pequeños consejos estéticos, alguna dirección de tiendas de ropa con buen precio, colores que debía evitar, y el que un par de kilos no le vendrían mal coger.
Cerré la puerta de mi casa con la sensación de que según que mujeres, este tipo de consejos y ayudas caen en saco roto. Me sentí fatal, casi como una bruja, pero era mejor que se lo dijera otra mujer y no le diera tiempo a su ex pareja a restregárselo. Adoptar el papel de víctima en sus circunstancias era fácil.
"¿Por que reaccionamos más ante la crítica de una mujer, que ante la imagen que vemos en el espejo?"
Desde nuestra última conversación pasó un mes sin verla. Casi llegué a pensar que me evitaba, incluso que no querría saber nada de una vecina desconocida y entrometida.
Hasta ayer que esperaba de nuevo el ascensor y entraba ella por la puerta del portal. Giré la cabeza y volví a lo mio porque no conocía a la nueva vecina.
Su timbre de voz me sacó de mis pensamientos.
Allí estaba la vecina del ático, con su larga melena morena, sin ninguna cana, adornando su pequeña cara. Sus cejas perfectamente depiladas abriendo camino a sus ojos, que parecía haber descubierto la luz. Y un sutil maquillaje la cubría las manchas prohibiendolas salir.
Cambió las ojeras por la media sonrisa.
El mes que su hija estaba fuera lo había utilizado para reflexionar sobre todo lo que la dije, no para entretenerse en lamentos.
En sus planes no entraba por el momento encontrar de nuevo pareja, pero si entró el renovarse.
Descubrió que detrás de unos cabellos grises y un cutis mate había una chica de treinta y ocho años sin otra alternativa que volver a empezar. Porque cuando una mujer cae, tiene que levantarse y no dejar que mueran todas sus ilusiones y proyectos. Tiene que servirle para aprender a coger los nuevos desafíos con respeto y cautela, pero siempre mirando al frente. Porque aunque volvamos a tropezar siempre tenemos que seguir levantandonos y volviendo a empezar.
Como decía mi madre, "hay más cucharas en la cubertería".
Por cierto cuando vinieron arreglar el ascensor después de aquella tarde, no encontraron nada. No tenía ninguna avería.
En esa ocasión no hubo café, pero para mi la historia fue igual de entretenida que las otras. Y si encima sirvió para resucitar a alguien, entonces mucho mejor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario